620 H012.- Cádiz y La Isla (II)

CÁDIZ Y LA ISLA: EL FRACASO DE NAPOLEÓN; LA ISLA Y CÁDIZ: EL ÉXITO DE ALBURQUERQUE

  • España me arruina. José es incapaz de dominar el país. Los mariscales que combaten allí, Soult y Mortier, no consiguen más que victorias pasajeras. ¿Tendré que ponerme de nuevo al frente de los ejércitos de España? Napoleón.

Desde los últimos meses de 1808 y el año 1809, se suceden una tras otras las batallas que, salvo honrosas excepciones, como la de Alcañiz, Talavera o Tamames, son ganadas por los imperiales, y me refiero, entre muchas a Somosierra, Molins de Rey, Uclés, La Coruña, Valls, Medellín, María, Belchite, etc. y Ocaña. Es entonces cuando los franceses penetran en todos los rincones de la Península.

  • ¿Y por qué nos cuenta todo esto?, se preguntarán Uds.
  • ¿Qué tienen que ver todos estos sucesos y acciones con el bloqueo de Cádiz?

Miren Uds.: En las batallas se peleaba durante unas horas, a veces unos días. Luego, perdida la posición, los franceses con la ayuda, como no, de los afrancesados y también de los juramentados, camparon por sus respetos, hicieron y deshicieron y doblegaron a la mayor parte del país.

En Zaragoza, en Gerona, en Badajoz, etc. tras valerosa resistencia, las plazas fueron tomadas y el sacrificio, heroico sin duda, no sirvió para nada.

Si Bailén representó un ejemplo para España y para Europa, Cádiz fue la prueba contumaz de voluntad en el esfuerzo, de firmeza en el empeño, de perseverancia, de entereza, de constancia, de obstinación, de tenacidad, de tozudez, de fe en la victoria. Meses después de la famosa batalla, el ejército imperial arrasó las Andalucías con una superioridad que ofendía. Sin embargo, Cádiz, tras dos años y medio de sitio no pudo ser tomada por los galos, de manera que afamados y otrora victoriosos mariscales como Soult y Victor, se marcharon sin poner los pies en nuestra tierra.

Por eso lo cuento y lo recuerdo: porque durante dos años imperó en nuestra patria la corrupción, las revueltas, los tumultos, las renuncias, las dejaciones, las deserciones, las bajezas, las derrotas, las humillaciones, las traiciones, las felonías, el desgobierno… Eso hace más meritorio nuestro sacrificio, nuestra grandeza, nuestra generosidad y nuestro patriotismo.

He mencionado antes a Ocaña. Todo empezó en Ocaña. El 19 de noviembre en esta ciudad toledana el mariscal Soult, el general Jean de Dieu Soult, venció al,

considerado por todos los historiadores, inepto general Juan Carlos de Areizaga y el camino para la conquista de Andalucía quedó expedito. El ejército francés destinado a esta campaña se instaló, a la espera de órdenes, en Santa Cruz de Mudela, al borde de Sierra Morena.

Ante la inminente invasión, la Junta Central decreta su traslado de Sevilla a Cádiz, más concretamente, a la Isla de León. Se organizan revueltas en la capital andaluza de las que son acusados D. Francisco Palafox y el conde de Montijo.

Dos meses después de su victoria en Ocaña, el 20 de enero de 1810, los franceses se ponen en movimiento iniciando así la tan ansiada invasión de las Andalucías.

Toman las plazas de La Carolina, Andújar y, esta vez sin resistencia, Bailén. El 23 de enero, el general Sebastiani entra en Jaén y el mariscal Victor lo hace en Córdoba.

A partir de aquí los acontecimientos se precipitan: en la madrugada del 24, casi a hurtadillas, la Junta Central se retira, sale corriendo, diría yo, de Sevilla a la Isla, organizándose en aquella capital un motín que tratan de apaciguar los generales de la Romana y Eguía, formando parte de un nuevo y efímero gobierno.

Mientras tanto, en pocos días el general Sebastiani entra en Jaén, Granada y, finalmente, en Málaga. Todas estas ciudades son vejadas y sus habitantes salen mal parados en la moral, en la libertad y en la economía, ya que los impuestos extraordinarios de guerra llegaron a ser insoportables.

Hoy no toca hablar de la política de entonces, la cara más noble, insigne, preclara y digna de nuestra historia, de la historia de la Isla, sino de la defensa del gobierno, de la patria y de los españoles, no por ello menos noble y digna. Pero sin duda, tendremos que rozarla. La Junta Central, malparada y en entredicho, nombra un Consejo de Regencia antes de disolverse. Cádiz designa una nueva junta de Defensa y mantiene como gobernador de la ciudad y Presidente de dicha junta al general D. Francisco Venegas.

El 1 de febrero, Victor entra en Sevilla, repitiéndose las tropelías, crueldades, atrocidades y vejaciones de las otras ciudades andaluzas. Esta bella ciudad cautivó al mariscal que decidió descansar en ella un par de días. Grave error que siempre lamentaría.

El 2 entran en la Isla las primeras avanzadillas del ejército de Extremadura mandado por el duque Alburquerque que, desobedeciendo las órdenes, por imposibles de cumplir, del general Areizaga, tomó la dirección Sur con la intención de proteger Cádiz, donde presumía se habría refugiado el Gobierno. El 4 entra el grueso de este ejército, maltrecho, cansado, hambriento, destrozado por la larga y forzada marcha. Tanta hambre traían hombres y animales que, entre el alborozo del pueblo, tuvieron que ser asistidos por el público que les aclamaba; y los caballos, dicen, llegaron a comerse la corteza de los árboles en que fueron atados. Sin embargo, feliz marcha que fue la salvación de la patria. ¿Qué hubiera pasado si el duque no hubiera tomado aquella decisión? Aunque no sea muy científico, creo, y así

lo creen también la mayoría de los historiadores, que Cádiz hubiera capitulado. Pero esto, en definitiva, sería especular. Lo cierto es que la llegada de este ejército, entre 12.000 y 15.000 hombres, y las decisiones que inmediatamente tomó el general D. José María de la Cueva, fueron decisivas para la defensa de las Islas.

Todos los historiadores coinciden en valorar la proeza. Esto es lo que dice, entre otros, el general Gómez de Arteche: «A ese ejército se debió el que no cayese Cádiz en poder de los franceses y, así, la salvación de un punto que por su posición privilegiada llegó a ser el centro de la defensa nacional… tabernáculo de su

independencia y fuente de sus nuevas leyes, el corazón, en fin, de la Patria. Nunca agradecerán bastante los españoles −y pongo especial énfasis en esta última frase− el arranque generoso de tan eximio patriota… de una valentía y de una habilidad militar bien acreditadas»..

Inmediatamente se afanó el duque en organizar las tropas de defensa, reforzar las fortificaciones y baterías, asumir el mando político-militar de la zona y de la capital y relevar al general Venegas como presidente de la Junta de Defensa de Cádiz. Poco le duró el reconocimiento y pronto la Junta, compuesta en su mayoría por comerciantes, interesados más en salvaguardar sus intereses que en salvar a la Patria, levantaron calumnias contra el joven general que quizás por eso, por joven, no afrontó con la dureza que merecían las acusaciones.

El duque renunció a sus cargos y pidió a la Regencia su relevo y traslado a algún punto lejano de tamañas infamias por lo que fue destinado como embajador extraordinario a Londres. El general se defendió de las acusaciones en un Manifiesto donde se lamenta, vehementemente enojado y entristecido, de las injustas e interesadas imputaciones de que fue objeto. «Es intolerable −decía− la acusación contra un general que gracias a las tropas que ha mandado, ha tenido la fortuna de haber escarmentado para siempre a los enemigos de su Patria». «El general a quien maltrata la Junta −insistía− no debe sus grados militares ni a la revolución ni a favores, sino a las campañas del año 95 y a las de la guerra actual». «Pero un general injuriado en público −se lamentaba atormentado y dolido−, no es decoroso que permanezca al frente de su ejército, sin dar una satisfacción, igualmente pública, de su conducta».

Las arteras, mezquinas y viles acusaciones hicieron mella en la estabilidad emocional del general que día a día se fue degradando en su intelecto atormentado por la infamia y el trastorno psico-físico que le fue abatiendo hasta caer en una grave y profunda depresión que le llevó a un fatal desenlace acompañado entonces por sólo unos pocos allegados y amigos, entre los que se encontraba un también admirado personaje: José María Blanco White.

Murió el duque en Londres el 18 de febrero de 1811, un año después de su heroica entrada en la Isla, a los 35 años de edad, víctima de la incomprensión y envidia de muchos españoles que tantas veces denostamos de los hombres íntegros e incorruptibles. Creo, ya lo dije en esta misma casa no hace mucho tiempo, que nunca reconocerá suficientemente la Isla, Cádiz, y España, la gesta de un hombre valiente, esforzado y decidido que salvó a la patria y al Gobierno, sin cuya aportación, de seguro, la Historia hubiera sido otra.

No hace mucho un muy querido amigo, colega e investigador me facilitó unos datos que yo desconocía: En 1820 se acordó por el Cabildo de esta ciudad levantar en la cabecera del Puente Suazo una placa sobre pedestal que elogiara la figura del insigne general. Ignoro por el momento las razones por las que no se realizó el proyectado monumento, pero estamos a tiempo de subsanar tamaña injusticia hacia un hombre íntegro, valiente e ilustre que merece ser reconocido por los tiempos venideros.

Pero continuamos con nuestro sitio y nuestra defensa. Al día siguiente 5 de febrero, llega Victor a las puertas de la Isla y, al encontrarse el paso cortado, se instala en El Puerto de Santa María. El mariscal Victor venía al frente del 1
cuerpo de ejército compuesto, aparte del Estado Mayor que mandaba el general de brigada

Sémellé, de cuatro divisiones mandadas por los generales Francois Ruffin, Augustin Darricau, Eugenere Casimir Villatte y Victor Latour-Maubourg que se distribuyeron por las localidades de El Puerto de Santa María, Jerez, Puerto Real, Chiclana, Conil, Medina y Arcos. Las fuerzas totales de este ejército destinado a bloquear Cádiz y la Isla estaban compuestas por más de 16.000 combatientes, aparte mandos y fuerzas auxiliares.

Por su parte, la capital estaba defendida por los regimientos de Irlanda, de Zaragoza y el de Órdenes Militares y la Isla principalmente por fuerzas de marina y de infantería de marina al tiempo que se creaba la Legión Real de Marina al mando del brigadier Serrano Valdenebro. A estas fuerzas se sumaron las del ejército de Extremadura, compuesto por los siguientes cuerpos: Campo Mayor, Imperiales de Toledo, 1º y 2º de Guardias Españolas, Granaderos de Canarias, y los de Fernando VII, Guadix, Sigüenza, Antequera, 1º y 2º de Sevilla, Valencia de Alburquerque, batallón de Estudiantes de Toledo, 1º y 2º catalanes, el de Guardias Walonas y otros trozos de cuerpos sueltos en cuanto a Infantería.

La Caballería, al mando del general D. José de Lardizábal, acompañado de los también generales Latorre y Polo, la componían los cuerpos de Calatrava, Borbón, Voluntarios de España, Lusitania, Cazadores de Montaña, de Sevilla, Carabineros Reales y, asimismo, otros cuerpos sueltos recogidos en el camino.

Una vez organizada la defensa, el cuadro de mandos militares fue el siguiente: Capitán General de la Provincia y Costa de Andalucía, General en Jefe del Ejército de Operaciones y Gobernador Militar y Político de Cádiz, el citado general duque de Alburquerque; como Segundo Jefe en el gobierno militar y político, el mariscal de campo don Andrés López y Sagastizábal; como Comandante General de la Isla de León, el brigadier don Pedro Agustín Girón, marqués de las Amarillas; como Comandante General de Artillería, el mariscal de campo don Gregorio Rodríguez y Campo; como Jefe de Artillería de la plaza de Cádiz, el brigadier-coronel don Francisco Javier Fernández; y como Segundo Comandante de Artillería en Cádiz, el coronel don Manuel de Llano y Nájera.

Por la parte de Marina, los siguientes: Don Juan Joaquín Moreno y D’Honthier, como Comandante General del Departamento; como Jefe de la Escuadra del Océano, don Juan María de Villavicencio y de la Serna; como Gobernador Político Militar de la Isla, el brigadier don Diego de Alvear y Ponce de León; y como Jefe de la Escuadra sutil en la Bahía, el general don Cayetano Valdés, auxiliado en los caños por el jefe de escuadra don Juan de Dios Gómez Topete.

La dirección militar de la defensa fue variando con el paso de los meses, pero lo obviaremos porque sería prolijo su relación y nombramientos. Sin embargo sería injusto no hacer mención de tantos soldados que se esforzaron en la defensa de Cádiz y la Isla: los generales: Blaque, Zayas, Wittinghan, el príncipe de Anglona, el duque del Parque, Lapeña, Eguía, Lacy, Copóns, etc., mariscales de campo, brigadieres, jefes de escuadra, coroneles, etc. y tantos otros además de los jefes defensores de los castillos repartidos por toda la Bahía, quienes codo a codo con los oficiales y soldados de sus cuerpos combatieron al francés con todas sus fuerzas.

Mención aparte merece el general de Artillería don Martín García-Arista y Loygorri, que fue llamado a Cádiz por la Regencia en junio de 1810 para que se hiciera cargo interinamente del mando superior del cuerpo de Artillería que defendía Cádiz. En agosto de 1812, poco antes de que se produjera la retirada de los franceses, fue nombrado General en Jefe de las tropas de la Isla de León. Otro ilustre personaje al que tampoco la historiografía le ha hecho justicia aunque no son pocos los historiadores que atribuyen al buen hacer de este general el hecho de que los franceses no tuvieran el éxito esperado en el sitio impuesto a las islas gaditanas.

No debemos olvidar lo importante que fueron los cuerpos de voluntarios en los que se alistaron la mayoría de los vecinos de Cádiz y la Isla. En esta última fueron de vital importancia el cuerpo de Escopeteros Salineros que mandaba el propietario D. Cristóbal Sánchez de la Campa, valiente y esforzado en la lucha contra el francés.

En Cádiz fueron varios los cuerpos formados: Artilleros Voluntarios, Milicias Urbanas, Voluntarios Distinguidos de Línea, Infantería Ligera, Voluntarios de Extramuros, Cazadores, etc. que corriendo el tiempo verían reflejadas en sus uniformes las clases sociales de su procedencia, descritos magistralmente por Rafael Comenge: «A los cuatro batallones de línea −dice−, que iban vestidos con uniformes rojos, los llamaron guacamayos; a los batallones de infantería ligera, que usaban

cananas en vez de cartucheras, les apellidaron cananeos; a los voluntarios reclutados en los barrios de Puerta de Tierra y extramuros, que adoptaron como distintivo el color verde, lechuguinos; al regimiento de artillería, formado de cargadores del muelle y mozos de cuerda, cuyo uniforme ostentaba los colores rojo, morado y verde, obispos; a una modesta infantería de voluntarios, perejiles, y a la milicia urbana, compuesta de pacíficos vecinos, que vestían largo levitón negro y cuello encarnado, pavos. Hasta los curas y frailes se prestaron a alistarse como voluntarios.

Para hacer justicia de un magnífico trabajo de investigación encabezado por Dª Isabel Bahamonde y apoyado en todo momento por la Asociación de vecinos de San Lorenzo del Puntal con su presidente, D. José Manuel Hesle al frente, he decir que recientemente se han publicado y grabado en una placa conmemorativa los nombres de los voluntarios de Puntales que defendieron entre 1810 y 1812 aquel punto bajo las órdenes de D. José Macías y García de Santaella, comandante del castillo y jefe de la compañía de artilleros voluntarios de San Lorenzo del Puntal, formada por un total de 107 personas (100 eran beduinos −o sea, lechuguinos y perejiles− y siete eran guacamayos del casco histórico) a los que había que sumar la infantería y la milicia haciendo un total de ciento cincuenta personas.

El castillo de Puntales, convertido hoy en base naval, soportó los embates de la artillería francesa con toda su crudeza como defensa más cercana a la costa de levante de la bahía, donde se acercan amenazadoras las puntas en las que se asentaban el castillo de Matagorda y el fuerte de San Luis, por lo que fue un puesto fundamental en la defensa de las islas gaditanas.

Además de los anteriores citados defensores, se encontraban en Cádiz fuerzas auxiliares anglolusitanas bajo el mando del general William Stewart, sustituido después por el general Graham, cuyo número ascendía a 5.000, encargándose de la defensa de las obras exteriores entre las que se contaban las ruinas del fuerte de Matagorda que los ingenieros británicos y españoles decidieron mantener, aunque sin éxito, con objeto de evitar que las ocuparan el enemigo.

Por otra parte, la ciudad de Cádiz, temerosa y prevenida desde antiguo de ser atacada por el mar, estaba bien defendida. Sin embargo conocía el aforismo que dice que «las plazas marítimas se toman por tierra». Por eso, la Isla, como antemural de la capital, cumplió sobradamente con su cometido de invalidar dicho aforismo.

Por ello, Cádiz, se rodeó desde tiempo atrás, al estilo de las plazas fuertes renacentistas italianas, de una muralla con amplio adarve para colocar artillería y aprovechando los salientes naturales para construir castillos, baluartes, semibaluartes y rebellines que impidieron repetidamente su expugnación.

En la parte central de comunicación con el istmo, la puerta de Tierra con dos cuarteles en el interior, el de San Roque y el de Santa Elena, protegida además por unprofundo foso. En el lado Norte los castillos de San Sebastián y de Santa Catalina, considerado éste como ciudadela de Cádiz. Por el lado del Atlántico, los baluartes de los Mártires, de Capuchinos y de San Rafael. Por el lado de la bahía el baluarte de la Candelaria, las baterías de Bilbao y de Bonete y los baluartes de San Felipe, San Carlos, Aduana y de los Negros. Más al Sur el castillo de San Lorenzo del Puntal o Puntales. Cerrando el anillo, el castillo y cortadura de San Fernando. En el lado de enfrente de la bahía los castillos de Santa Catalina del Puerto, el de Matagorda y el fuerte Luis.

Es de todos conocido que en la cortadura llamada de San Fernando de entrada a Cádiz se realizó un foso que se llenaba de agua con la pleamar formando una importante barrera al paso de un posible ataque enemigo, que, a su vez, se reforzó con toda clase de artilugios como rejas, balaustres y pasamanos, tarea en la que participaron todos los gaditanos.

La Isla, antemural de Cádiz, estaba defendida por la Carraca, el castillo de Sancti Petri y el foso natural que forma el caño del mismo nombre. Todo el territorio isleño se circuyó con innumerables baterías, baluartes y reductos de cuya construcción se había encargado previamente el jefe de escuadra D. Francisco Javier de Uriarte, quien reforzó sobre todo los aledaños del puente con las baterías de Santiago y San Judas y la del Portazgo y aspillerando asimismo las tapias que rodeaban el antiguo carenero y fábrica de lonas. Estas defensas estuvieron a cargo de los artilleros de marina al mando del brigadier D. Diego de Alvear que tuvo una destacada actuación militar y política durante todo el tiempo que duró el sitio.

Pero el mejor reducto, la mejor muralla, la mejor defensa fue sin duda, el terreno marismeño, inundado y dibujado por un sinnúmero de caños y saleros que los milicianos escopeteros salineros se encargaron de proteger y defender convirtiendo esta maravilla de la naturaleza en un infierno para las tropas imperiales.

Llegados a este punto y estando así las cosas, el día 6 de febrero Victor envía a ciertos afrancesados a Cádiz con el objetivo de intimar a las autoridades a la rendición. A esta misiva contestó escuetamente la Junta de Defensa de Cádiz: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que el Sr. D. Fernando VII». Esta escueta nota fue escrita en el papel de un cigarro que se disponía a liar el vocal García de Salazar.

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